(Pregón Pascual de la Vigilia 2019)
Os anuncio una gran alegría: Dios resucitó a Jesús de entre los muertos. El sepulcro estalló lleno de vida y de gloria en una noche como ésta. Los sumos sacerdotes y el poder romano, los poderosos de la política y de la religión, han quedado enmudecidos. Creyeron que habían triunfado arrebatando la vida del profeta de Nazaret. Hoy deben reconocer, con vergüenza, que Dios le dio la razón a Jesús al resucitarlo de entre los muertos. La vida de Jesús, su ejemplo de amor hacia los más pobres y excluidos, fue una apuesta que valió la pena.
Os anuncio esta buena noticia: os anuncio que un día, todos tendremos pan en nuestras mesas, y frutas y vegetales. El derecho a la salud llegará a todos por igual. El trabajo será una bendición y no un martirio cotidiano y el hambre, esa bestia feroz que tantas vidas ha devorado, será un recuerdo del pasado, sombra vieja en medio del resplandor de una austeridad gozosa en la que nadie consuma con inconsciencia y desparpajo y en donde nadie viva del trabajo de los demás.
Os anuncio también que encontraremos la manera de que la primavera vuelva a ser lo que antes era llena de olorosos jazmines, y un invierno que nos permita valorar las otras ‘calideces’ no climáticas. Sí, el respeto al planeta ajeno nos traerá la paz. Desterrada será la absurda pretensión de poseer algo que le pertenece a la vida, al universo. Nos miraremos entonces a los ojos, no solo con los otros miembros de nuestra propia especie, sino con los árboles y las montañas, los ríos y el mar, las selvas y los desiertos. Y descubriremos que vivimos en una casa prestada, dispuesta a ofrecernos sus riquezas en tanto nos tratemos con ella de igual a igual.
Este anuncio de resurrección, gritado a voz en cuello en un entorno de destrucción y muerte, tiene una potencia misteriosa escondida en sus entrañas. Jesús de Nazaret, el hombre nuevo, ha despertado del sueño del abismo. Ya nunca más será la muerte la última palabra de Dios para nosotros. Gracias a su virtud utópica, la resurrección de Jesús puede ser también nuestra propia resurrección.
Esta es la gran noticia: Dios le ha dado la razón al crucificado desautorizando a sus crucificadores. El rechazado por todos ha sido acogido. El despreciado ha sido glorificado. El muerto está más vivo que nunca.
Se confirma lo que Jesús predicaba: Dios se identifica con los crucificados. Nadie sufre que Dios no sufra. Ningún grito deja de ser escuchado. Ninguna queja se pierde en el vacío. Los «niños de la calle», de Bucarest o Sao Paulo tienen Padre. Las mujeres ultrajadas por su pareja tienen un último defensor. Los jóvenes sin esperanza acaban su vida acompañados por Dios.
Y Dios sólo quiere la vida, la vida eterna, la vida para todos. Lo vislumbramos ya en la gloria del Resucitado. Hoy es la fiesta de los que se sienten solos y perdidos, de los enfermos incurables y de los moribundos. Es la fiesta de los que viven muertos por dentro y sin fuerza para resucitar. La fiesta de los que sufren en silencio agobiados por el peso de la vida o la mediocridad de su corazón. Es la fiesta de los mortales porque Dios es nuestra resurrección.